Empresa y Organización Industrial

Poniéndole puertas al campo: Notas sobre la reforma de la ley de la cadena alimentaria

El campo español atraviesa una situación complicada. El rápido aumento de los costes de producción en los últimos años y la competencia de las importaciones procedentes de terceros países amenazan la continuidad de un número creciente de pequeñas explotaciones agropecuarias en España y buena parte de Europa, alimentando un creciente malestar entre los afectados que se traduce en ocasiones en movilizaciones y protestas muy visibles. Para paliar los problemas del sector, la UE y los gobiernos nacionales han establecido diversos tipos de ayudas y han introducido cambios legislativos que buscan proteger a los operadores más débiles, especialmente los pequeños productores primarios, de posibles abusos por parte de grandes empresas agroalimentarias y de distribución, aumentando así la rentabilidad de sus explotaciones y facilitando su continuidad.

España fue uno de los primeros países en introducir legislación de este tipo con la aprobación en 2013 de la llamada ley de la cadena alimentaria. En años recientes, esta norma se ha reformado en varias ocasiones con la intención de reforzar la protección que ofrece a los pequeños agricultores y ganaderos. Entre los cambios introducidos en el texto destaca una disposición que ofrece una solución un tanto peculiar a los problemas de rentabilidad del sector primario: prohibir las pérdidas, exigiendo por ley que los precios cubran como mínimo los costes de producción a lo largo de toda la cadena alimentaria.

Fedea publica hoy una nota de Ángel de la Fuente en la que se repasa brevemente la evolución y contenido actual de la ley de la cadena alimentaria, con especial atención a las nuevas disposiciones que prohíben las ventas a pérdidas y a sus implicaciones prácticas. El autor argumenta que es muy improbable que tales cláusulas se puedan aplicar de forma efectiva, que si se consiguiera hacerlo habría consecuencias negativas a medio y largo plazo para la eficiencia del sector, y que la única forma posible de implementar algo parecido a lo que busca la ley es mediante el establecimiento de suelos de precios a la vieja usanza, que sólo podrían sostenerse mediante la compra pública de los correspondientes excedentes. Su conclusión es que no parece que este aspecto de la reciente reforma de la ley haya abierto una vía novedosa o prometedora para mitigar los problemas del sector, o que su reforzamiento sea aconsejable.

La reforma de la ley de la cadena busca instaurar un nuevo derecho para los operadores del sector alimentario, el de recuperar sus costes o vender su producción sin pérdidas. Este derecho, sin embargo, sólo existirá efectivamente si alguien tiene la obligación de comprar esa producción a un precio suficiente, pero tratar de imponer tal obligación a agentes privados es seguramente ilegal en Europa.En una economía de mercado con libertad de contratación como la nuestra, no es posible obligar a los compradores de productos alimentarios a contratar con los productores menos eficientes pagando precios superiores a los de mercado para así cubrir los costes de estos últimos. Por otra parte, esos mismos productores tendrían todos los incentivos para no insistir en la recuperación completa de sus elevados costes con el fin de no perder la venta, lo que aumentaría aún más sus pérdidas. No es sorprendente, por tanto, que la ley se incumpla con frecuencia.

En la opinión del autor, la única forma posible de avanzar en la dirección que pretende la reforma de la ley de la cadena es que el sector público asuma el papel de comprador de último recurso para garantizar el derecho de los productores alimentarios a vender a un precio determinado. El derecho a la recuperación de unos costes “razonables” podría implementarse mediante la fijación de suelos de precios en el sentido tradicional del término para los productos alimentarios. Estos suelos podrían referenciarse a los costes medios de producción de cada producto, pero también podrían fijarse a niveles más elevados si se considera necesario un mayor nivel de apoyo al sector alimentario doméstico.

Llegados a este punto, estamos de vuelta en el familiar terreno de la discusión sobre los pros y los contras de las subvenciones agrarias tradicionales. Fijar precios mínimos generosos para proteger la producción doméstica podría tener sentido en la medida en que nos permita ganar seguridad y autonomía en un mundo cada vez más complicado y peligroso. Pero subir los precios garantizados también incrementa los costes que recaen sobre otros colectivos. Entre ellos están los consumidores, que tendrán que pagar más caros los alimentos, los contribuyentes, que deberán financiar la compra y almacenamiento de mayores excedentes agrarios, y ciertos países de renta inferior a la nuestra a los que supuestamente queremos ayudar a desarrollarse, pero luego privamos de la posibilidad de explotar su ventaja comparativa en productos agropecuarios para hacerlo.

El problema sigue siendo el de siempre: encontrar un equilibrio razonable entre los distintos intereses y objetivos en conflicto, pero la reforma de la ley de la cadena alimentaria que se discute en la nota ni lo resuelve ni nos da mejores herramientas para afrontarlo. Más que buscar formas de reforzar los mecanismos de control y sanción de la ley para facilitar su implementación con la esperanza de que esto proporcione una solución indolora a los problemas del sector, concluye el autor, convendría reflexionar sobre los trade-offs que acabamos de repasar y sobre la mejor forma de abordarlos con los instrumentos habituales de la política agraria. Sería deseable, finalmente, que la discusión y las posibles soluciones se planteen a nivel europeo y no nacional, salvo que queremos acabar con la PAC.

Más información

de la Fuente, A. (2024). “Poniéndole puertas al campo: Notas sobre la reforma de la ley de la cadena alimentaria.” FEDEA, Colección Apuntes no. 2024-08. Madrid.

Foto: Paco Solís