Hacienda Pública y Distribución de la Renta

Algunos comentarios sobre el proyecto de ley de institucionalización de la evaluación de políticas públicas

El pasado 24 de mayo el Consejo de Ministros aprobó el Proyecto de Ley de institucionalización de la evaluación de políticas públicas en la Administración General del Estado (“proyecto de ley de evaluación” en lo que sigue) y lo remitió al Congreso de los Diputados para su tramitación por el procedimiento de urgencia. El proyecto forma parte de las reformas comprometidas en el Componente 11 del Plan de Recuperación y tiene como objetivo estructurar y reforzar el sistema de evaluación de las políticas públicas de la Administración General del Estado (AGE).

Fedea publica hoy una nota de A. de la Fuente en la que se analiza críticamente el contenido del proyecto. El trabajo comienza con un breve resumen de las principales disposiciones del texto, entre las que destaca la autorización para la creación de una Agencia de Evaluación, adscrita a la Secretaría de Estado de Función Pública, que será responsable de la coordinación y supervisión del sistema estatal de evaluación de políticas públicas y del desarrollo de su metodología de trabajo. Seguidamente, el autor realiza una valoración de distintos aspectos del proyecto, con resultados claramente negativos. El trabajo concluye que, pese a sus indudables buenas intenciones, el proyecto de ley de evaluación es un texto decepcionante, poco ambicioso y confuso, que corre el riesgo de resultar contraproducente.

Un aspecto llamativo del texto es que excluye explícitamente de su ámbito de aplicación a cualquier actividad de evaluación que ya sea objeto de regulación específica en la normativa existente. Se reduce así drásticamente el potencial de la norma para ordenar y mejorar el grueso de la considerable actividad evaluadora (o pseudo-evaluadora) que la AGE ya realiza, incluyendo, en particular, las llamadas memorias de impacto normativo,reguladas en el art. 26 de la Ley del Gobierno. El efecto previsible de la nueva ley, por tanto, será el de añadir una capa adicional de nuevos informes de evaluación a los ya existentes, sobre cuyo limitado valor añadido existe un amplio consenso.

El autor sostiene que no hay casi nada en el proyecto que permita esperar que la nueva generación de informes de evaluación vaya a ser de mejor calidad que los ya existentes. Así, parece que se ha optado por recuperar la antigua AEVAL sin abordar los problemas que causaron el fracaso de su encarnación anterior, básicamente la dificultad de acceder a personal con los conocimientos técnicos necesarios y la ausencia de incentivos por parte de unos evaluadores excesivamente cercanos a los evaluados para someter las iniciativas políticas a un análisis riguroso. Se mantiene, en particular, la ubicación de la Agencia de Evaluación en la Secretaría de Estado de Función Pública y, a la espera de que se redacten sus estatutos, no se prevén grandes sorpresas en cuanto a la composición y designación de sus órganos de dirección, su nivel de independencia del Gobierno o su facilidad de acceso a personal externo con buena formación técnica.

Tampoco hay rastro alguno en el proyecto de mejoras metodológicas, más bien al contrario. El texto incluye secciones sobre el marco conceptual y la práctica de la evaluación de las políticas públicas, los indicadores de seguimiento y evaluación de tales políticas, el equipo evaluador y el proceso de evaluación, pero todas ellas son perfectamente prescindibles por su pasmosa superficialidad y falta de concreción. El proyecto está lleno de obviedades innecesarias, de piadosos deseos que no deberían tener cabida en una norma legal y de ocurrencias sin demasiado sentido, pero no llega ni a esbozar un marco metodológico coherente. Peor aún, en él se atisban elementos de una concepción muy discutible de qué es y cómo debe hacerse la evaluación de políticas. En particular, resultan muy preocupantes la referencia a la evaluación como “mecanismo de lucha contra la inequidad” y el énfasis sobre la “participación de los agentes implicados y de los sectores de la ciudadanía afectados.” La lucha contra la inequidad es ciertamente uno de los posibles objetivos de las políticas públicas, pero no debe serlo de la evaluación per se. Ésta debería limitarse a cuantificar los costes y los beneficios de las políticas analizadas, incluyendo sus posibles efectos distributivos, y a comprobar si sus objetivos se están cumpliendo o no y si pudiera haber formas más eficientes de cumplirlos. En la misma línea, a la hora de cuantificar los costes y beneficios de una determinada política pública, puede ser útil consultar a los afectados, pero estos no deberían ser nunca participantes activos en la evaluación, al menos si aspiramos a que ésta mantenga una cierta objetividad. 

Para más información, véase:

de la Fuente, A. (2022). “Algunos comentarios sobre el proyecto de ley de institucionalización de la evaluación de políticas públicas.” Fedea, Colección Apuntes, no. 2022-17, Madrid.