Educación

La universidad pública no necesita más recursos, sino mejor gobierno y rendición de cuentas

Desde la Ley de reforma universitaria de 1983, las universidades públicas españolas se rigen por un régimen autogestionario y operan de forma que ni compiten en el mercado ni forman parte de una jerarquía burocrática que pueda controlarlas. Fedea publica hoy un trabajo de Benito Arruñada (UPF) en el que se analizan los problemas que este sistema de gobernanza plantea y se argumenta que el actual proyecto de ley de ordenación universitaria contribuirá a agravarlos.

Con el sistema actual, cada comunidad autónoma financia a sus universidades sin contar con herramientas para controlarlas, lo que hace que todo el sistema universitario público sufra un notable déficit de responsabilidad. Este descontrol ha dado lugar a notables disfunciones, desde una expansión muy rápida, en la que se ha renunciado a economías de escala y densidad, hasta la contratación endogámica del profesorado, casi tres cuartas partes del cual trabaja en la misma universidad en la que se ha doctorado, así como una escasa atención a la investigación por parte de buena parte del personal docente.

Las universidades han disimulado la caída en el número de alumnos eliminando en la práctica todo filtro de entrada, de modo que el porcentaje de aprobados de la selectividad ha subido desde el entorno del 70 % en los primeros años 1990 hasta el 96 % actual. Al mismo tiempo, se ha ido diluyendo la exigencia en las carreras, con lo que el cociente entre el número de titulados y el de matriculados ha pasado del 10,84 % en 1985-1986 al 19,03 % en 2020-2021.

Pese a esta menor preparación de los graduados, se ha conformado el mito de que el país dispone ahora de las generaciones jóvenes más preparadas, cuando muchos indicios apuntan a que sólo se trata de las más tituladas, como confirman los mediocres resultados que obtenemos en los indicadores internacionales. El paso por nuestras universidades aporta menos valor, medido por su efecto sobre los ingresos de los graduados universitarios, que en los países de nuestro entorno. Si bien los ingresos de nuestros graduados universitarios son mayores que los de un graduado de secundaria, esa diferencia es más pequeña: de un 45% en España, frente al 53 % del promedio de la OECD. Y el panorama en cuanto a las competencias medias es desolador: según la encuesta de la OCDE a la población adulta (la PIAAC), las competencias verbales y numéricas del graduado universitario español son algo inferiores, en promedio, a las de un neerlandés con educación secundaria.

Este bajo rendimiento medio es consecuencia de que una gran parte del sistema universitario presenta estándares muy bajos, un fenómeno que se manifiesta no sólo entre estudiantes sino también entre centros y titulaciones, y no sólo en cuanto a la formación sino a otros atributos, como la empleabilidad de los graduados e incluso la ocupación de las titulaciones.

Las diferencias de empleabilidad entre titulaciones son enormes. Cuatro años después de haber terminado la carrera, están afiliados a la Seguridad Social el 98 % de los ingenieros informáticos, pero sólo el 65 % de los graduados en Derecho y el 53 % de los graduados en Literatura, y con muchos de ellos ocupando puestos que no se corresponden con su titulación.

Asimismo, la ocupación inicial de las titulaciones con menos demanda es tan sólo del 73,82 %. Pese a los bajos estándares de entrada, muchas plazas quedan desiertas. En 2021-2022, fue éste el caso, por ejemplo, de un 15,5 % de las de Artes y humanidades a escala nacional, y de un 28,2 % de las plazas ofrecidas en todas las disciplinas por la Universidad de Extremadura.

Pese a las diferencias de ocupación, no se reasignan recursos. En vez de reducir capacidad ociosa, las universidades adoptan políticas artificiosas para encubrirla. Además de bajar estándares, especializan de forma artificial y temprana los grados, y rechazan los grados de tres años que son comunes en el resto de Europa.

El problema central de la universidad pública española tiene que ver con un sistema de gobierno anómalo y un grave déficit de rendición de cuentas, como han reiterado comisiones de expertos nombradas por diversos gobiernos de distintos signo. Sin embargo, el proyecto de ley universitaria que el Gobierno ha remitido a las Cortes se desentiende de estas cuestiones. De hecho, tenderá a agravar la situación, al garantizar a las universidades públicas más recursos sin mejorar su control y reforzar la seguridad en el empleo de sus plantillas, pues propone consolidar como fijos a unos 25.000 profesores temporales.

No parece el mejor camino para poner la universidad al servicio de la sociedad. Todo lo contrario. El bloqueo que han sufrido los tímidos intentos previos de reforma conduce a pensar que ésta es inviable si no va precedida de un cambio en las estructuras de gobierno. Una vez transformado el gobierno universitario, sería el momento de abordar una reestructuración sustancial, que debería incluir el cierre o fusión de titulaciones, centros y departamentos, para redirigir los recursos hacia usos socialmente valiosos. Antes de empezar a pensar si conviene o no aumentar su dotación de recursos, la universidad debe demostrar que es capaz de emplear mejor aquellos de los que ya dispone.

Trabajo completo, véase:

Arruñada, B. (2022). “Universidad pública y rendición de cuentas.“ Fedea, Colección Apuntes, no. 2022–23. Madrid.